lunes, 19 de abril de 2010

Monólogo sin ropas

Estoy enfermo. Enfermo de mí. Y es una enfermedad inclasificable y a la vez incurable y agotadora. Me persigue a todos lados, va conmigo, metida bien adentro sin que nadie alrededor la vea, sin que nadie sea capaz de advertir su presencia más que yo. He tratado de alejarla de mí, de irme bien lejos dentro de mis pensamientos, adonde ella no pudiera llegar. Pero es inútil, es más fuerte que cualquier anticuerpo que intente contrarrestar su efecto. He dormido incesantes horas con la remota esperanza de que se olvidara de mí, o de que durmiese también junto conmigo y que al despertar ella aún siguiera estando dormida, inconsciente, confundida, molesta, con ganas de huir a otro cuerpo, con ganas de morirse, de no ser; o atrapada en algún sueño del que le fuera imposible escapar, encerrada ahí para siempre o al menos por un tiempo prudencial, hasta que yo contase con las artimañas necesarias para lidiar con ella.
Síntomas. Etéreos, incoloros, silenciosos, furtivas marcas, cicatrices en mi sombra.
Ni siquiera sé si es contagiosa. Por lo pronto no la he visto ni percibido en nadie. Tal vez haya estados similares, de los que no estoy al tanto. Si supiera que soy capaz de provocarla en otro individuo y librarme de ella para siempre, desterrarla de mi interior, lo haría sin reparo alguno. Pagaría el precio. Aunque tuviese que someterme al más cruel tratamiento, aunque por el mundo entero se esparciera como un virus crónico y mortal. Aunque los espejos se negaran a reflejar mi rostro por dolor o por odio, o los almanaques desistieran de informarme en qué fecha vivo y los relojes volvieran sus agujas invisibles para ocultarme el paso del tiempo.
Angustia. El auxilio está dentro de mí, pero es imposible llegar. Hay un pozo, un vacío cuya profundidad incrementa a medida que intento acercarme. No llegar, quedar a mitad de camino a cada instante, asfixiarme sin razón. Correr. Correr a cualquier parte, sin saber a dónde, sin querer saber, sin llegar a ningún lado. Correr al último lugar del mundo, a donde termine o a donde empiece. Correr como si no pudiera frenar, como si de correr dependiera mi oxígeno y mi libertad.
Estoy buscando la manera de no pensar, pues es allí donde ataca. El silencio es su cómplice, la mente en blanco un papel anárquico, una hoja que alguien escribe por mí y cuyo desenlace está en el fondo de un barrio perdido, en la mirada de un ciego, en el cuerpo de una ausencia.
Estoy borracho, y la sustancia que provoca mi estado no es tóxica, no. No se trata de las vueltas que da mi cabeza por un trago de más. No es cansancio ni confusión ni nada, todo lo contrario. Es lucidez, conciencia; es saber, y saber que no se puede. No se puede contra lo que no se puede. No se puede contra esto. No se puede contra mí. Estoy enfermo de mí. Y es una enfermedad inclasificable y a la vez incurable y agotadora.