sábado, 20 de febrero de 2010

Figuritas

No voy a mentir. Sé que sería mucho más fácil contar la historia desde un lugar menos autodegradante, apelar a la mentira oportunista que distorsionara la versión de los hechos y me dejase parado en la vereda de los eternamente victoriosos. Pero me considero con el coraje suficiente como para confesar que pertenezco al selecto grupo de los que sufrieron una estafa irreparable por no haber podido esperar un poco más.
Corría el año 1997, yo tendría diez u once años, cuando tomé la decisión más estúpida de toda mi vida. Lamentablemente, vine a darme cuenta once años después. Hace unos instantes, para ser más preciso, culpa de un cuento de Dolina. Sí, la culpa la tiene “La refutación del regreso”, de Alejandro Dolina, que en un párrafo dice algo así como que “aún cuando fuera posible volver al pasado, nada sería igual. Llevaríamos con nosotros la carga de la experiencia anterior. Nos estaría negada la ansiedad y la esperanza… sería preciso borrar la memoria y volver al pasado sin recordar que ya lo vivimos, pero ¿de qué sirve volver al pasado si uno no sabe que vuelve? Para el caso es posible que ahora mismo estemos viviendo por segunda o quinta vez la misma vida”.
Entonces, cuando leí esto, me agarró una especie de nostalgia y me puse a pensar en aquellas cosas por las que volvería en el tiempo para intentar modificarlas. Y enseguida apareció aquella tarde. Estaba en mi casa, abriendo los paquetitos de figuritas que había comprado para el álbum de jugadores de fútbol que en ese entonces estaba de moda. Pero, como toda moda, tiene una vida útil que en algún momento se termina. Y la verdad era que yo ya estaba bastante podrido de juntar figuritas y nunca llenarlo.
A media cuadra de mi casa, en la esquina, estaba el quiosco del “Pora”. A él le comprábamos las figuritas, el premio era una pelota que ya le habíamos visto con los pibes del barrio desde el día en que se la habían traído.
Yo tenía (y bien digo, tenía) un amigo al que le decíamos “El Chocho”, que también coleccionaba el álbum e iba mucho más adelantado que varios de los otros. Tenía alma de capitalista de chico nomás, siempre quería apoderarse de las más importantes ganancias. Porque esa pelota era una pelota muy valiosa. No porque fuera de extraordinaria calidad ni porque el quiosco del Pora fuese el único del pueblo, sino porque era la pelota del barrio, y eso implicaba, en un futuro cercano, la posibilidad de andar por la calle con ella refregándosela en la cara a los otros como el más pistola de la zona.
Con Chocho íbamos a la escuela juntos, y en ese tiempo además incursionábamos en una primera aproximación al mundo del trabajo. Es que él tenía un hermano que se había ido a Estados Unidos hacía un tiempo y resultaba ser que le iba tan bien allá que una vez le mandó un equipo de música de regalo, que para ese tiempo era toda una maravilla del primer mundo. Como debe ser, no bien le llegó el mini componente lo empezamos a toquetear sin jamás haber leído una línea del manual de instrucciones. Cuando le agarramos un poco la mano, emprendimos la idea de pasar música en los asaltos. Cobrábamos 10 pesos, y por supuesto Chocho ponía el aparato que traía eso que venía a desplazar al cassette.
Por eso, porque con Chocho éramos muy amigos, es que nunca me hubiera esperado de él tal enorme traición. Porque todos queremos ganar, pero hay códigos con los que no se jode si uno es un tipo de principios. Yo tenía la figurita número 117, que era la más difícil del álbum. Nadie en el barrio la tenía y era un hecho que la suerte y el destino habían jugado las cartas a mi favor. Así debía ser. Pero pasaban los días y no podía terminar ese álbum de mierda, tenía la más difícil pero me faltaban un montón de las fáciles y no era ni soy una persona con demasiada paciencia.
Un día vino Francisco, que era otro amigo, a traerme una posible negociación en nombre del Chocho. Me ofrecía una cantidad muy jugosa de figuritas a cambio de que yo despegara la 117 de su casillerito correspondiente. En principio lo saqué rajando pero, después de unos días en que ya el álbum iba perdiendo entusiasmo en mí, recapacité y decidí acceder al trato. “Por ahí tengo suerte y me sale de vuelta y avanzo todas esas que me faltan“, pensé, y “mato dos pájaros de un tiro”. Además, el Chocho no me iba a cagar. Él sabía mejor que nadie que yo merecía esa pelota por ley. Que era cuestión de tiempo nada más. O si no era yo cualquiera menos Chocho. Nunca en la puta vida había pateado una pelota, no le gustaba el fútbol, se había cambiado de hincha de River a bostero y a eso nadie que entienda algo de la vida lo hace. Él Solamente quería terminar el álbum para saciar la sed de ganar algo, de imponerse ante los demás.
Un día fui con mi viejo al quiosco de Pora. Se me antojó comprar un paquetito de figuritas, y entonces se me vino el mundo encima. Pora me informó que ya había entregado el premio, que alguien había llenado el álbum. Tuve que callarme la boca, agachar la cabeza y aguantarme la risita sobradora del Pora. Había sido el Chocho.
Entonces entendí aquello de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Chocho habrá usado la pelota dos o tres veces para fanfarronear y después la dejó tirada en el galpón de su casa. Para mí fue una traición imperdonable. Una de esas cosas que te enseñan qué clase de gente tenés al lado. Ahora, más de diez años después, cada vez que vuelvo al pueblo y me lo cruzo al Chocho en el boliche o en el barrio, tengo ganas de decirle: “Chocho, por qué no te vas a la puta que te parió. Vos me cagaste una parte de mi infancia”. Algún día se lo voy a decir.








2 comentarios: