lunes, 12 de julio de 2010

Refutación del Té Vick

A pedido de una persona, y a riesgo de recibir comentarios del tipo “ché dejá de robar con lo del Té Vick” (lo sé y no es descabellado postular que debería hacerlo), pero escudándome en aquella vieja consigna de que el público siempre se renueva, he decidido desempolvar de mi computadora un texto que escribí hace algún tiempo, desterrarlo del aislamiento en el que permanecía para que salga a la luz en busca de nuevos defensores y/o detractores de la causa. Hecha la observación y sin más preámbulos, allí va mi humilde refutación del Té Vick.
A las personas que creen poder solucionar todos los problemas de otras personas recomendando impunemente té Vicks ante cualquier tipo de síntoma. (Son esos que andan por la vida diciendo por cualquier cosa la frase “…ahhhh, tomate un tee viiiick…”, como si mencionando ese proverbio milagroso estuvieran ganándose el cielo y resolviendo los problemas del mundo). A ellos van dirigidas estas palabras.
Todo empieza con un simple resfrío, un dolor de cabeza, unas muchas ganas de no hacer nada y acostarse a dormir acurrucado entre 5 o 6 cobijas hasta la cabeza. Hasta ahí, el consumo del té Vick se justifica. Y que te digan “ah, tomate un té vick” es justo y hasta a veces necesario. Pero hay gente que no sabe controlarse, que abusa del té Vick y se lo receta a cualquiera y en cualquier caso. Es gente abusiva, irritante, que molesta y no se da cuenta que molesta, o se da cuenta pero ha perdido los escrúpulos por alguna otra maldad y le ha vendido el alma al diablo o a la televisión o a alguna religión moderna y ya no le importa nada.
O tal vez es gente que siente la imperiosa necesidad de jugar por un rato a ser médico porque no tiene otra cosa que hacer, o a lo mejor quiere dar a entender que posee algún tipo de sabiduría superior y uno, que peca de hablador y le cuenta lo que le pasa, no pudo haberse dado cuenta antes por sí solo de que existe el té Vick y que las circunstancias ameritaban tomarse uno bien caliente y de un solo sorbo porque, para ser sincero, creo que el té vick es bastante feo.
Y quiero aclarar que no tengo nada en contra del té vick en particular. No estoy diciendo que sea un mal producto ni es una campaña en contra de la marca ni tampoco es que después voy a salir hablando maravillas de otro tipo de té que represente la competencia comercial del té vick, y tampoco estoy poseído por algún demonio ni nada de eso.
Lo que digo es que hay gente que no puede refrenar el impulso de decir esa frase, que piensa que de esa forma ha cumplido su obra de bien del día pero que en realidad no sabe discernir entre el bien y el mal. Entonces, si estás medio engripado te dice “ah, tomate un té vick”, pero la cosa no termina ahí. Porque si te duele la cabeza, “ah, tomate un Te vick”. Si tenés una hernia y se lo contás a una de esa personas, es probable que también te diga “ah, tomate un té vick”. Y si te rompiste los ligamentos cruzados o ya no podes combatir la caída del pelo“ah, tomate un té vick”.
Y proporcionalmente a la gravedad del asunto, te va diciendo que te tomes ya sabes qué, pero con un tono aparentemente más comprometido. Ya no suena como un simple “ah, tomate un té vick”. No suena tan seco, las palabras se van alargando en el final y casi adquiere la forma de un comentario científico o profesional. Entonces, si se te prendió fuego la casa o se te murió el perro o si te dejó tu mujer que se hizo lesbiana y se fugó con tu hermana, seguramente aparece una persona que hace 5 años que no ves y que te cruzás de casualidad y se siente con la facultad de decirte que te tomes ese té, pero lo dice con ese otro tono: “aaaaaahhh tomate un teee viiik”, y es posible que además agregue un “vas a ver que enseguida se te pasa” o “yo sé lo que te digo”, y tal vez remate el mágico consejo diciéndote que “no sabes lo bueno que es”, y eso último, se supone, implica una especie de acuerdo tácito que indica que ahora que sabes lo bueno que es el té Vick estás mucho más preparado para enfrentar la vida.
Y yo no digo que no sea bueno, capaz es un gran invento, pero es que vivimos tiempos en los que se lo usa para todo y está en todos lados. Y creo que no sería muy descabellado afirmar que parte de la culpa en todo esto la tienen algunos músicos, como Fito Paez y Los Enanitos Verdes.
Un vestido y un amor, por ejemplo, que no hace otra cosa más que hablar del té vick como si no existieran otras cosas sobre las que escribir una canción.
Ya la primera estrofa lo dice todo: “té vick, juntabas margaritas del mantel”, y así a cada rato: “té vick, té vick, teeee vick…yo no buscaba a nadie y té vick”. No es coherente que si no buscaba a nadie aparezca el té Vick de improviso, camuflado, en la parte más importante de la canción… té vick, té vick, té vick, té vick… todo el tiempo. No soy adivino, pero sospecho que eso no puede tener otra misión que la de lavarnos el cerebro para que después de escuchar la canción todos salgamos como robotitos a comprar todos los sobrecitos de té Vick para los que nos alcance con la plata que tengamos en el bolsillo en ese momento.
Y algo parecido pasa con el tema de los enanitos verdes: Yo te vi en un tren. Y es todavía más alevoso. “Yo té Vick en un tren, preocupada de más”, y después de unas cuantas palabras sin sentido que están ahí de relleno, otra vez: “yo té vick en un tren yo té vick en un tren yo té vick en un tren…y no pude ni siquiera decir hola”. No hay que hacer un análisis muy profundo para darse cuenta de que los enanitos verdes andan por ahí con despecho promocionando los beneficios del té Vick en los trenes. Así que dentro de poco vamos a querer tomarnos un tren y vamos a terminar tomándonos también un té Vick.
Y es probable también que las viejas ya no se junten a tomar el té, o al menos el té común y corriente que no le provoca a uno hacer esa clase de pantomima con la cara de tan feo que es. Yo he visto más de una cara arrugarse cuando por la garganta les atraviesa ese gustito horrible de ese té que es tan bueno pero tan feo. Y claro, es factible que ahora esas mujeres se junten a tomar el té Vick y no quieran admitir que es intomable porque ya la publicidad ha penetrado en sus conciencias y no hay vuelta atrás.
Y considero necesario advertir una vez más que no tengo nada en contra del té Vick.

jueves, 17 de junio de 2010

De asfixias artificiales

"...Que las verdades no tengan complejos, que las mentiras parezcan mentira, que no te den la razón los espejos, que te aproveche mirar lo que miras... que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena. Que no te compren por menos de nada, que no te vendan amor sin espinas, que no te duerman con cuentos de hadas..." (Noches de boda, Joaquín Sabina)


La barba es infinita. Por más que se afeite permanentemente nunca deja de crecerle. A cada instante su cara se encuentra recubierta de una exuberante barba acompañada de un pronunciado bigote.
Gran parte de la gente del pueblo es charlatana y prejuiciosa, y suele no acercarse a él a modo de prevención, por miedo a lastimarse o por suponer que corren el riesgo de contagiarse y quedar como él. Disimuladamente improvisan desvíos en la dirección por la que transitan, se cruzan de vereda o caminan hacia atrás.
Se comenta que utiliza su barba para limpiar lugares u objetos de su casa como quien lo hace con una esponjita de acero inoxidable o, en su defecto, con un cuchillo viejo que ya no sirva. Los más osados aseguran que arranca de los azulejos (del baño y también de la cocina) importantes cantidades de sarro y otras sustancias profundamente arraigadas, ante las que los más efectivos productos de limpieza se ven tristemente vulnerados.
El día de su cumpleaños número 44, el hombre decidió entregarse a los mandatos del destino y nunca más volvió a afeitarse. De modo que desde entonces apenas se le distinguen los ojos y la nariz, pues millones de pelos se han diseminado por toda la superficie que comprende su rostro, incluido el cuello y las orejas. El negocio de las prestobarbas, la espuma para afeitar y las cremas para después de afeitar cayó estrepitosamente. Decenas de almacenes debieron cerrar sus puertas.
Una ola de apuestas pronto inundó el pueblo, y no faltaron caballeros dispuestos a deslizar onerosas sumas de dinero especulando sobre el día en que la muerte finalmente lo vendría a buscar con una maquinita de afeitar en la mano. Pasaron días, años, décadas. La espera se volvió rutina, la rutina olvido y el olvido rutina.

lunes, 19 de abril de 2010

Monólogo sin ropas

Estoy enfermo. Enfermo de mí. Y es una enfermedad inclasificable y a la vez incurable y agotadora. Me persigue a todos lados, va conmigo, metida bien adentro sin que nadie alrededor la vea, sin que nadie sea capaz de advertir su presencia más que yo. He tratado de alejarla de mí, de irme bien lejos dentro de mis pensamientos, adonde ella no pudiera llegar. Pero es inútil, es más fuerte que cualquier anticuerpo que intente contrarrestar su efecto. He dormido incesantes horas con la remota esperanza de que se olvidara de mí, o de que durmiese también junto conmigo y que al despertar ella aún siguiera estando dormida, inconsciente, confundida, molesta, con ganas de huir a otro cuerpo, con ganas de morirse, de no ser; o atrapada en algún sueño del que le fuera imposible escapar, encerrada ahí para siempre o al menos por un tiempo prudencial, hasta que yo contase con las artimañas necesarias para lidiar con ella.
Síntomas. Etéreos, incoloros, silenciosos, furtivas marcas, cicatrices en mi sombra.
Ni siquiera sé si es contagiosa. Por lo pronto no la he visto ni percibido en nadie. Tal vez haya estados similares, de los que no estoy al tanto. Si supiera que soy capaz de provocarla en otro individuo y librarme de ella para siempre, desterrarla de mi interior, lo haría sin reparo alguno. Pagaría el precio. Aunque tuviese que someterme al más cruel tratamiento, aunque por el mundo entero se esparciera como un virus crónico y mortal. Aunque los espejos se negaran a reflejar mi rostro por dolor o por odio, o los almanaques desistieran de informarme en qué fecha vivo y los relojes volvieran sus agujas invisibles para ocultarme el paso del tiempo.
Angustia. El auxilio está dentro de mí, pero es imposible llegar. Hay un pozo, un vacío cuya profundidad incrementa a medida que intento acercarme. No llegar, quedar a mitad de camino a cada instante, asfixiarme sin razón. Correr. Correr a cualquier parte, sin saber a dónde, sin querer saber, sin llegar a ningún lado. Correr al último lugar del mundo, a donde termine o a donde empiece. Correr como si no pudiera frenar, como si de correr dependiera mi oxígeno y mi libertad.
Estoy buscando la manera de no pensar, pues es allí donde ataca. El silencio es su cómplice, la mente en blanco un papel anárquico, una hoja que alguien escribe por mí y cuyo desenlace está en el fondo de un barrio perdido, en la mirada de un ciego, en el cuerpo de una ausencia.
Estoy borracho, y la sustancia que provoca mi estado no es tóxica, no. No se trata de las vueltas que da mi cabeza por un trago de más. No es cansancio ni confusión ni nada, todo lo contrario. Es lucidez, conciencia; es saber, y saber que no se puede. No se puede contra lo que no se puede. No se puede contra esto. No se puede contra mí. Estoy enfermo de mí. Y es una enfermedad inclasificable y a la vez incurable y agotadora.

sábado, 20 de febrero de 2010

Figuritas

No voy a mentir. Sé que sería mucho más fácil contar la historia desde un lugar menos autodegradante, apelar a la mentira oportunista que distorsionara la versión de los hechos y me dejase parado en la vereda de los eternamente victoriosos. Pero me considero con el coraje suficiente como para confesar que pertenezco al selecto grupo de los que sufrieron una estafa irreparable por no haber podido esperar un poco más.
Corría el año 1997, yo tendría diez u once años, cuando tomé la decisión más estúpida de toda mi vida. Lamentablemente, vine a darme cuenta once años después. Hace unos instantes, para ser más preciso, culpa de un cuento de Dolina. Sí, la culpa la tiene “La refutación del regreso”, de Alejandro Dolina, que en un párrafo dice algo así como que “aún cuando fuera posible volver al pasado, nada sería igual. Llevaríamos con nosotros la carga de la experiencia anterior. Nos estaría negada la ansiedad y la esperanza… sería preciso borrar la memoria y volver al pasado sin recordar que ya lo vivimos, pero ¿de qué sirve volver al pasado si uno no sabe que vuelve? Para el caso es posible que ahora mismo estemos viviendo por segunda o quinta vez la misma vida”.
Entonces, cuando leí esto, me agarró una especie de nostalgia y me puse a pensar en aquellas cosas por las que volvería en el tiempo para intentar modificarlas. Y enseguida apareció aquella tarde. Estaba en mi casa, abriendo los paquetitos de figuritas que había comprado para el álbum de jugadores de fútbol que en ese entonces estaba de moda. Pero, como toda moda, tiene una vida útil que en algún momento se termina. Y la verdad era que yo ya estaba bastante podrido de juntar figuritas y nunca llenarlo.
A media cuadra de mi casa, en la esquina, estaba el quiosco del “Pora”. A él le comprábamos las figuritas, el premio era una pelota que ya le habíamos visto con los pibes del barrio desde el día en que se la habían traído.
Yo tenía (y bien digo, tenía) un amigo al que le decíamos “El Chocho”, que también coleccionaba el álbum e iba mucho más adelantado que varios de los otros. Tenía alma de capitalista de chico nomás, siempre quería apoderarse de las más importantes ganancias. Porque esa pelota era una pelota muy valiosa. No porque fuera de extraordinaria calidad ni porque el quiosco del Pora fuese el único del pueblo, sino porque era la pelota del barrio, y eso implicaba, en un futuro cercano, la posibilidad de andar por la calle con ella refregándosela en la cara a los otros como el más pistola de la zona.
Con Chocho íbamos a la escuela juntos, y en ese tiempo además incursionábamos en una primera aproximación al mundo del trabajo. Es que él tenía un hermano que se había ido a Estados Unidos hacía un tiempo y resultaba ser que le iba tan bien allá que una vez le mandó un equipo de música de regalo, que para ese tiempo era toda una maravilla del primer mundo. Como debe ser, no bien le llegó el mini componente lo empezamos a toquetear sin jamás haber leído una línea del manual de instrucciones. Cuando le agarramos un poco la mano, emprendimos la idea de pasar música en los asaltos. Cobrábamos 10 pesos, y por supuesto Chocho ponía el aparato que traía eso que venía a desplazar al cassette.
Por eso, porque con Chocho éramos muy amigos, es que nunca me hubiera esperado de él tal enorme traición. Porque todos queremos ganar, pero hay códigos con los que no se jode si uno es un tipo de principios. Yo tenía la figurita número 117, que era la más difícil del álbum. Nadie en el barrio la tenía y era un hecho que la suerte y el destino habían jugado las cartas a mi favor. Así debía ser. Pero pasaban los días y no podía terminar ese álbum de mierda, tenía la más difícil pero me faltaban un montón de las fáciles y no era ni soy una persona con demasiada paciencia.
Un día vino Francisco, que era otro amigo, a traerme una posible negociación en nombre del Chocho. Me ofrecía una cantidad muy jugosa de figuritas a cambio de que yo despegara la 117 de su casillerito correspondiente. En principio lo saqué rajando pero, después de unos días en que ya el álbum iba perdiendo entusiasmo en mí, recapacité y decidí acceder al trato. “Por ahí tengo suerte y me sale de vuelta y avanzo todas esas que me faltan“, pensé, y “mato dos pájaros de un tiro”. Además, el Chocho no me iba a cagar. Él sabía mejor que nadie que yo merecía esa pelota por ley. Que era cuestión de tiempo nada más. O si no era yo cualquiera menos Chocho. Nunca en la puta vida había pateado una pelota, no le gustaba el fútbol, se había cambiado de hincha de River a bostero y a eso nadie que entienda algo de la vida lo hace. Él Solamente quería terminar el álbum para saciar la sed de ganar algo, de imponerse ante los demás.
Un día fui con mi viejo al quiosco de Pora. Se me antojó comprar un paquetito de figuritas, y entonces se me vino el mundo encima. Pora me informó que ya había entregado el premio, que alguien había llenado el álbum. Tuve que callarme la boca, agachar la cabeza y aguantarme la risita sobradora del Pora. Había sido el Chocho.
Entonces entendí aquello de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Chocho habrá usado la pelota dos o tres veces para fanfarronear y después la dejó tirada en el galpón de su casa. Para mí fue una traición imperdonable. Una de esas cosas que te enseñan qué clase de gente tenés al lado. Ahora, más de diez años después, cada vez que vuelvo al pueblo y me lo cruzo al Chocho en el boliche o en el barrio, tengo ganas de decirle: “Chocho, por qué no te vas a la puta que te parió. Vos me cagaste una parte de mi infancia”. Algún día se lo voy a decir.








viernes, 12 de febrero de 2010

Pedazos perdidos

Despertó aturdido, casi como todas las mañanas. Hace tiempo perdió la cuenta de su edad. Una especie de designio eterno lo convirtió en un ser invisible desde que nació. Es un vagabundo entre las luces que nunca dejan de brillar, los fuegos que se repiten una y otra vez sin cesar, que mezclan el día con la noche y condenan a una tarde perpetua.
Lo inexplicable es cómo esos fuegos, esos estallidos, arrasan con todos y con todo menos con él. La naturaleza es víctima y depredadora a la vez: bombas, autos, máquinas, televisores y heladeras encarnan una feroz disputa. Se matan entre ellos y vuelven a nacer a cada instante. Pero las secuelas de su permanente destrucción agigantan la ira de los elementos. Entonces los vientos fríos calcinan a las personas, las aguas se exilian a otros mares menos envenenados, el sol eclipsa a la luna y las estrellas caen como misiles. Algunas calles dan al cielo, el infierno está a la vuelta y el paraíso se ha tomado vacaciones por tiempo indefinido. Y eras remotamente pasadas renacen y chocan contra futuros lejanos. Gladiadores furtivos, monarcas despiadados, tecnócratas modernos y maquiavélicos poetas aparecen en sueños anacrónicos que cruzan fronteras y desembarcan en tierras despiertas, para gobernar este indómito presente.
Mientras tanto, un mago ciego inventa antídotos secretos que hacen crecer a los enanos; se descubren los misterios que habitan dentro de los espejos, y en medio de tanta revolución ahí está él. Un ser que nunca envejeció, las arrugas lo perforaron por dentro, su belleza lo castiga, su silencio lo aturde, su luz radiante lo apaga y su presencia inquebrantable lo extingue. Del todo y de la nada sus ojos fueron testigos, hasta quedar vacíos. Y nada puede hacer para cambiarlo, alguien escribió su destino en otros siglos. Tal vez fue él mismo.

lunes, 1 de febrero de 2010

Volar sin alas

Cuando la tierra deje de girar,

cuando las palabras maten a las armas.

Cuando las heridas atraviesen la piel y se pierdan en el aire,

y una sonrisa marchite las lágrimas que habitan en disfraces,

congeladas, endureciéndose en el tiempo.

Cuando se extingan los silencios y no duelan los recuerdos,

ni acechen los fantasmas del pasado,

y se revelen los locos contra los cuerdos.

Cuando se quiten la careta los payasos

y no sangren los espejos.

Cuando el tiempo deje de volar

y el olvido se acuerde de olvidar lo que duele recordar,

y la memoria mantenga vivos los muertos

y los momentos perfectos que desaparecieron.

Cuando empiece el fin,

cuando termine el principio

y una lluvia fugaz se lleve consigo todos los miedos.