jueves, 10 de diciembre de 2009

Cuando se rompe el control remoto



Es un sentimiento de poder que se va sin avisar. No se rige por ningún mandato divino, no se trata de un castigo sustentado en la sumatoria de méritos adquiridos en un tiempo específico. Simplemente, un día se rompe. Se cae por última vez. Un ruidito indica que una o varias piezas en su interior se despegaron y que ya no cumplirán la función para la que fueron programadas. Una herida se abre para nunca más cicatrizar.
La reacción primera es de negación. Se sostiene una esperanza tan absurda como genuina. Se lo sacude de diversas maneras; se le pega una, dos, quizás ocho cachetadas en sus dos respectivas caras con la palma de la mano. Se lo impulsa contra la rodilla, la cabeza, el sillón y/o la pared. Se le mueve las pilas girándolas con el dedo índice o alternando la ubicación de cada una. Se entiende necesario invertir en unas nuevas y caras, que reemplazan a las vetustas y económicas. Sobreviene una cierta dosis de impotencia. Asoma la caída de una lágrima. Se respira bien hondo y se emprende una última maniobra de resurrección: se abre el aparato en dos mitades, se le esparce una medida de alcohol o alguna sustancia líquida de similares características y se lo vuelve a cerrar, recubriendo un determinado sector de la superficie plástica -que funciona a modo de caparazón- con un desprolijo arreglo a base de abundante cantidad de cinta scotch (o la que haya). No funciona, la tristeza es inminente.

De cómo afecta en la elección de las facturas
Quedan marcas, moretones psicológicos que reavivan de la oscuridad y afloran en situaciones claves dejando al descubierto determinado síntoma de flojera espiritual.
Se ingresa en el local, se dice buenas. Cuando llega el turno, se pide una docena de facturas. El panadero -o panadera- lanza la pregunta de rigor. Algo en la cabeza hace cortocircuito. Caben dos salidas posibles, dos fuerzas internas que pugnan por imponerse en la respuesta definitiva.
Quien asuma la responsabilidad que le planta su destino, no vacilará en elegir pormenorizadamente cada unidad comestible, como si con ello rompiera una y otra vez las cadenas de su libertad.
Cinco segundos de titubeo, en cambio, bastarán para entregarse a la desidia. Surtidas, será el enunciado que lo desintegre por dentro. Agachará la cabeza, como a quien todo le da igual porque nada tiene que perder si ya lo ha perdido todo. Y cederá gratuitamente al resto del mundo un ínfimo pero indispensable resquicio de autonomía.

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